Revista CENTRA de Ciencias Sociales
| Enero-junio 2025 | vol. 4 | núm. 1 | pp. 39-58
ISSN: 2951-6641 (papel) 2951-8156 (en línea)
Artículos/Articles
https://doi.org/10.54790/rccs.90
Juan Sergio Quesada-Aguilar
Universidad de Jaén, España
José-Luis Anta-Félez
Universidad de Jaén, España
Recibido/Received: 20/1/2024
Aceptado/Accepted: 30/10/2024
El olivar, por su extensión e importancia económica, es determinante en la sociedad jiennense. Su magnitud ha generado debates de largo alcance, en el tiempo y en la forma, entre los que sostienen su imbricación necesaria con la provincia frente a los que defienden que este cultivo constituye un lastre para su desarrollo. La existencia de un cultivo-paisaje determinado por la acción antrópica, en el que confluyen políticas públicas con la búsqueda de la mayor rentabilidad en la explotación de la tierra, en la mayoría de los casos, frente a otros casos donde se convierte en la aparentemente única alternativa posible, ha llevado a la identificación del cultivo con el ser de Jaén, algo no solo potenciado sino deseado por los poderes públicos, que han visto en el olivar y su cultura una oportunidad de construir unas señas de identidad comunes, en un territorio y unas gentes que son mucho más que la dependencia económica del cultivo. Estas reflexiones parten del análisis de las políticas públicas en el mercado de la tierra durante la época contemporánea, y cómo estas son imprescindibles para la expansión olivarera cuando se dé el momento apropiado, llegando a suponer un signo de identidad y expresión pública de Jaén y por extensión de otras zonas olivareras de Andalucía y España. Y, sin embargo, esta realidad cultural imaginada solo existe estancada en un pasado cada vez más lejano, frente a una cotidianidad presente donde las labores agrícolas y el trabajo humano no mecanizado en las mismas es residual, mientras el olivar sigue expandiéndose en los cada vez más escasos predios que aún siguen sin colonizar. Todo lo anterior sin tener en cuenta los costes sociales y ambientales que el monopolio del cultivo ha generado y genera.
palabras clave: olivar; innovación; mercado; racionalidad; cultivo.
cómo citar: Quesada Aguilar, J. S. y Anta Félez, J.-L. (2025). Mirando el monocultivo del olivar: políticas públicas en torno a una producción privada. Revista Centra de Ciencias Sociales, 4(1),39-58. https://doi.org/10.54790/rccs.90
English version can be read on https://doi.org/10.54790/rccs.90
The olive grove, due to its extent and economic importance, is a determining factor in Jaen society. Its magnitude has generated far-reaching debates, both in terms of time and form, between those who maintain its necessary integration with the province and those who argue that this crop constitutes a burden for its development. The existence of a crop-landscape determined by human action, in which public policies converge with the search for the greatest profitability in land exploitation in most cases, as opposed to other cases where it becomes the apparently only possible alternative, has led to the identification of the crop with the essence of Jaen. This identification has not only been promoted but also desired by public authorities, who have seen in the olive grove and its culture an opportunity to build common identity markers in a territory and population that are much more than economically dependent on the crop. These reflections are based on the analysis of public policies in the land market during contemporary times and how these policies are essential for the expansion of the olive grove when the appropriate moment arises, becoming a sign of identity and public expression of Jaen and, by extension, other olive-growing areas of Andalusia and Spain. And yet, this imagined cultural reality remains stagnant in an increasingly distant past, facing a present everyday life where agricultural work and non-mechanized human labor are residual, while the olive grove continues to expand into the increasingly scarce properties that still remain uncolonized. All of this is without taking into account the social and environmental costs that the monopoly of cultivation has generated and continues to generate.
keywords: Olive grove; innovation; market; rationality; cultivation.
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?
Miguel Hernández
El olivar de Jaén supone en torno a 587.932 hectáreas de cultivo, algo menos del 25% de los olivos de España y una producción de aceituna de 2.779.265 toneladas, lo que se materializa en un 47,2% de la producción de aceite de oliva, 525.360 toneladas (Consejería de Agricultura, Pesca y Desarrollo Rural, 2021). Es interesante comparar estas cifras con el aceite exportado, del cual 506.429 toneladas se comercializa «a granel», frente a las 347.694 toneladas que se venden envasadas, de una producción andaluza de 854.122 toneladas, lo que grosso modo equipara la producción de Jaén con las exportaciones a granel de la región. Sin existir una equivalencia total, sí es un hecho que los productores no participan de la venta de ese aceite envasado, de hecho, las almazaras no exportan aceite envasado, y esta exportación está en manos de las envasadoras, en un mercado provincial controlado por pocas personas que aún son menos en unos mercados globales de los alimentos (Blas, 2022). Con estos datos se constata que la provincia de Jaén, además de la mayor productora de aceite de oliva de España, es una provincia dependiente de un cultivo de exportación propio de la especialización global de los mercados, y dependiente de estos. A lo largo del trabajo trataremos los orígenes de esta situación de monocultivo y dependencia, analizando las causas principales y considerando las alternativas propuestas.
El trabajo se estructura en un primer apartado donde abordamos el contexto histórico que a través de la liberación del suelo permite la futura expansión del cultivo. Continuamos con el análisis de las políticas públicas y el apoyo al avance y modernización de los cultivos. Avanzamos por la introducción, constante, de los nuevos modelos de producción. Incidimos en la creación de un modelo cultural separado de la realidad de la práctica productiva para acabar con unas conclusiones donde resaltamos que el futuro solo se sustancia en la rentabilidad. Este trabajo es deudor de muchas conversaciones, reflexiones, lecturas, notas, trabajos previos y una observación participante por parte de sus autores, así como el ejercicio activo como olivarero y/o participante en órganos directivos de almazara y cooperativas de segundo grado, y deudor de entrevistas informales con personas vinculadas al olivar, productores directos, proveedores de almazaras, directivos de sociedades cooperativas, propietarios de almazaras, directivos de comercializadoras, o encargados de laboratorio. Tras todo ello, y con el riesgo de convertirnos en herejes:
De hecho, en todos estos grupos existe un grado de distanciamiento que ninguno de sus miembros puede sobrepasar sin aparecer a los ojos del grupo como hereje (y convertirse en tal), sin importar que sus ideas o teorías concuerden con los hechos observables y se acerquen a aquello que llamamos verdad (Elias, 1990, pp. 26-28).
Pero como método sustancial, y sustanciado del trabajo que aquí presentamos, se trata de comprender las funciones de grupos humanos donde es necesario conocer desde dentro cómo experimentan los sujetos a los grupos de los que forman parte y los que les son ajenos; y esto no puede conocerse sin participación activa y compromiso. Parece que solo se trata de aprehender, de la comprensión de las acciones y sus causas:
[…] el historiador o el sociólogo no se fían tampoco de la pura lógica narrativa que se desprende de la concatenación cronológica de los hechos, sino que intentan comprenderlos haciendo uso de análisis comparados. Se trata, en efecto, de comprender e interpretar el fenómeno con ayuda de conceptos y hasta de teoría, pero sin que ni el concepto ni las teorías vayan más allá de lo necesario para la interpretación del sentido que los sujetos individuales o colectivos dieron a su acción y la comprensión de las determinaciones estructurales que la hacen posible (Juliá, 1989, pp. 74-75).
Sin más, desde esta visión heurística, podemos abordar el presente trabajo y considerar la historia del olivar como un ejemplo de continua innovación en el manejo de los cultivos, la obtención del producto, los usos del aceite y la comercialización. Entendemos por innovación la incorporación de mejoras técnicas en utillaje, pero también humanas, que dentro de la lógica del mercado suponen cambios que permiten incrementar las ganancias. La contrapartida de esta innovación son los costes: sociales, ambientales o paisajísticos. Estas innovaciones están íntimamente relacionadas con las políticas públicas liberales y el desarrollo del capitalismo desde el periodo conocido como la economía mundo (Wallerstein, 1989), donde los cultivos del valle del Guadalquivir se orientan a la exportación al mercado americano, con el incremento de la demanda de aceite de oliva por sus usos litúrgicos, alimenticios, iluminación y otros (Bernal, 1974), lo que repercutía en el incremento de las zonas de cultivo, aunque todavía limitadas a los peores terrenos.
La llegada de las reformas liberales, y sus innovaciones políticas, la alteración de las estructuras medievales de la tenencia, más aparente que real, sientan las bases para el incremento constante en superficie y producción del cultivo del olivo. La lógica del lucro de los mercados (Weber, 1984), las políticas públicas individualistas conservadoras de los cambios, la defensa de los nuevos propietarios de sus adquisiciones/apropiaciones, son parte de la nueva sociedad liberal donde se fusionan poder político y económico. Los cambios se pueden rastrear desde finales del siglo XVIII, en línea con la fisiocracia y el incipiente capitalismo, y la búsqueda de un mayor rendimiento de la tierra —como constata el Informe Jovellanos de 1795, dentro del Expediente de la Ley Agraria—, con la privatización de baldíos y montes comunales, la disolución de la Mesta, el cerramiento de fincas y la libertad contractual de los arrendamientos, todo ello en detrimento de formas de producción y vida tradicionales, caso de la Mesta, o de los pósitos que a través del control de granos limitaban las constantes crisis de subsistencia. La guerra de Independencia y la posterior independencia de los territorios americanos incidirían directamente en los ingresos de las élites, haciendo de la tierra el principal valor, diferenciada por calidades y el acceso al agua, así como por la cercanía a los núcleos urbanos, estando en la génesis de los fenómenos urbanísticos posteriores.
El sueño de crear una clase de propietarios partidarios del nuevo régimen, truncado por las deudas del Estado originadas por las sucesivas guerras, no se logró con las desamortizaciones: Cortes de Cádiz (1810-1814), el Trienio Liberal (1820-1823), la desamortización de Mendizábal (1836-1837), Espartero (1841) y Madoz (1854-1856), que supusieron un mayor poder y enriquecimiento de las clases propietarias, coincidentes con las ya existentes en el Antiguo Régimen, mientras despojaban a los menos favorecidos, arrendatarios, aparceros, jornaleros o pegujaleros, de sus tradicionales medios de vida, sirva de ejemplo la desamortización de 1836, donde las comisiones municipales encargadas de los lotes propiciaron que los mismos fuesen de tal entidad que excluyesen de su adquisición a los pequeños propietarios, pero no así a las oligarquías adineradas.
La innovación que suponía la creación de un mercado de tierra que tuviese su reflejo en la revitalización social, a través de la propiedad privada de la tierra, vía aumento del número de pequeños y medianos propietarios, no solo no contó con la supuesta «mano invisible», sino que desde su planteamiento ya estaba escorado en fomentar la desigualdad de la propiedad. Al final la innovación del liberalismo, vinculando propiedad y libertad, fue divergente, bifurcando el propio liberalismo en dos corrientes políticas, según su compromiso social y diferenciando claramente entre el sentido político y el económico. También se implantó, en algunas zonas geográficas, sobre la base de sus características geográficas o históricas —derechos feudales—, una clase de pequeños y medianos propietarios, fundamentales a la hora de entender la expansión del olivar, sirva de ejemplo el caso de la comarca de Sierra Mágina, y los repartos realizados después de la Reconquista (Quesada, 1989).
Durante el siglo XIX y más allá de la conflictiva alternancia política, encontramos unas constantes, la profundización de la labor desamortizadora y la roturación y puesta en cultivo de nuevas tierras a costa de bosques y comunales (Araque, 1993). Será con la restauración conservadora de final del siglo XIX, consolidadas las nuevas élites, cuando se asuman las políticas públicas proteccionistas (Garrabou, 1990), a través de sus diferentes formas legislativas, trabas burocráticas o prolijos procedimientos. Convenciones y normatividades decisivas a la hora de fomentar la expansión del olivar, a lo que se suma la filoxera en la vid, con su sustitución de este cultivo por olivar tras la crisis finisecular y el cambio de siglo.
Será con el industrialismo y la Primera Guerra Mundial, y el uso del aceite de oliva como lubricante, antes de la llegada de los sintéticos, cuando se produce la llamada «Edad de oro del olivar» (Zambrana, 1987). El éxito del cultivo es fulminante, aumentando la superficie olivarera entre 1913 y 1935 en un 58,43%, es decir, 121.712 hectáreas, siendo estas cifras muy superiores al resto de España (Gallego y Sánchez, 2013), algo difícil de conseguir sin las condiciones previas analizadas. El coste principal de esta innovación fue el problema social, el aumento de una masa de jornaleros, pequeños y medianos propietarios cuya economía dependía de este cultivo. En aquella época los problemas medioambientales, deforestación, erosión o incendios, no tenían tanta relevancia como el social, aunque fuesen denunciados. No se entiende la innovación del cultivo sin la estructura de la propiedad, tanto de las grandes explotaciones, que ven en el olivo una oportunidad para los terrenos menos productivos, como de los pequeños y medianos propietarios, que compartiendo el criterio de la calidad de la tierra, también diversifican tareas y cultivos, se autoabastecen de alimento e iluminación —la electricidad está en plena fase de expansión, pero su objetivo son todavía las ciudades— y/o pueden monetizar, por la escasez, con menos dificultades sus cosechas. Era práctica habitual la entrega a cuenta de dinero antes de la venta del producto, el aceite, con diferentes fórmulas y actores, donde las almazaras y sus propietarios sustituían, aún lo hacen, a las entidades financieras. Estas interacciones eran desiguales, dado que, aunque los propietarios de almazaras recibían un tanto por ciento por las labores de elaboración, la maquila (Zambrana, 1987), la percepción era que utilizaban sus conocimientos del mercado para obtener mayores ganancias. Estos conflictos están en la base de la creación del cooperativismo durante la década de los sesenta, como respuesta de la dictadura a los problemas sociales generados por los abusos de los industriales privados y una defensa de los más modestos propietarios, en una intervención propia del corporativismo político que aseguraba el control y poder en los pueblos.
Las políticas públicas no supusieron en ningún caso ataque alguno al cultivo y su expansión, ni antes ni después de la Guerra Civil, la libertad de cultivo ya se institucionalizó en el siglo XIX y en ningún caso se cuestiona. Las reformas se plantearán en la tenencia de la propiedad durante la Segunda República y/o en la mejora de la olivicultura, en la explotación, siendo la propuesta principal desde la Restauración, incluida la Dictadura de Primo de Rivera y desarrollada durante el franquismo, la implantación del regadío. En la posguerra, una vez deshecha la labor de reparto y redistribución de la Reforma Agraria republicana, los nuevos dirigentes se centran en resolver el problema social del agro, acentuado con el proceso de ruralización sobrevenido con el final de la Guerra Civil, la política autárquica y el aislamiento internacional al que se ve sometido la dictadura triunfante. Para ello se crea el Instituto Nacional de Colonización, que en el caso del olivar no supuso ningún freno a la sostenida implantación en la provincia de Jaén (Araque et al., 2002; Gallego, 2014). En su conjunto, las políticas públicas centraron más su actuación en la creación de infraestructuras, entre ellas los poblados de colonización, y el aumento de la superficie de regadío, con la lógica milagrosa de que el aumento de la producción del olivar regado solventaría los problemas existentes. Con los poblados de colonización se perseguía el objetivo de fijar una población al medio que facilitase mano de obra a los latifundios circundantes, que solo mantuvieron otros cultivos en el caso de que ofrecieran mayores rentabilidades, cereal, algodón o remolacha, sustentados en la lógica proteccionista de la dictadura, al igual que el olivar. Estos cultivos, además de los de subsistencia, ajenos a los grandes circuitos comerciales, redundaron en la provincia como exportadora de productos sin elaborar o con una transformación mínima en las lógicas de las denominadas economías subdesarrolladas. Es interesante constatar cómo esas zonas se corresponden en la actualidad con los avances de implantación del olivar super-intensivo (Sánchez et al., 2022), aunque todavía está por ver si solo se circunscriben a estos espacios. Todo depende de la rentabilidad del cultivo y de la disminución de los costes con la sustitución total de la mano de obra vía mecanización, lo que puede significar que esta forma de cultivo sea extrapolable a grandes zonas susceptibles de nuevas plantaciones que sustituyen los escasos cultivos alternativos existentes y/o la sustitución de olivares tradicionales.
Mientras, desde el sector privado se incrementaba el cultivo en terrenos forestales. La ruralización de posguerra y la imposibilidad de emigrar impulsó las roturaciones de terrenos que en otras circunstancias no serían susceptibles. Desde lo público se actuaba a través del Plan Jaén de 1953, el intento de la dictadura franquista de planificación que pretendía el desarrollo industrial de la provincia, y de paso resolver la dramática situación social. En relación con el olivar, además de políticas de formación o la constante extensión del regadío, destacamos el interés en la utilización de los subproductos, con una doble vertiente, evitar la contaminación que provocan y obtener una rentabilidad económica, más allá de los usos tradicionales de alimentación para el ganado, las calderas de las almazaras o en la industria del orujo, jabones y aceites. Es significativo que los autores que profundizan en el desarrollo del Plan Jaén, tanto en los estudios totales (Gallego, 2013) como en los estudios parciales y en concreto sobre el uso de los subproductos mencionados (Martín, 2017), nos hablan de fracaso u oportunidades perdidas, lo que ya nos indica de partida el éxito de dichas medidas. La falta de éxito de la política industrial dirigida contrasta con la innovación que supuso el cultivo del olivo y el consiguiente aumento de la extensión cultivada que volvió a acentuarse con la llegada de la emigración a partir de los sesenta, provocada por la progresiva mecanización de las labores agrícolas, lo que redunda en el carácter de agroindustria del cultivo. Esta emigración a las ciudades industrializadas del norte de España y/o del resto de Europa supuso la salida perfecta a los problemas sociales de la provincia, a saber, la emigración como única posibilidad laboral de los excedentarios del olivar, esto es, jornaleros sin tierra y pequeños y/o medianos propietarios que complementaban las rentas del olivar con otros trabajos, en todos los casos con una situación económica precaria. La solución al problema social en Jaén —entendido como falta de oportunidades laborales— se solventó, y todavía se solventa, vía procesos derivados de la emigración.
En efecto, existen diferencias entre la emigración de las últimas décadas del siglo XX y la actual, sobre todo cualitativas en cuanto a la formación de las personas, pero la sustancia es la misma, el trabajo en el olivar era estacional, aún lo es, y demanda muchos trabajadores poco cualificados en unas fechas muy concretas y limitadas, fuera de las cuales esa población supone un problema —así al menos lo recoge toda la literatura científica analizada— y la erradicación de dicho problema solo se logró, aún hoy, vía emigración. En cuanto a las necesidades de mano de obra de la campaña olivarera, estas se han implementado a través de la contratación de mano de obra temporal, itinerante, dedicada a trabajos precarios y estacionales (Menor, 2007), algo compartido con los países occidentales capitalistas (Bruder, 2020), en nuestro caso principalmente extracomunitaria, sustituyendo los mercados de mano de obra en función de la disponibilidad de los mismos por magrebíes o subsaharianos, algo bien estudiado en el caso de la fresa en Huelva (Pinto y Castro, 2023). En cualquier caso, la variedad de contextos donde se desarrolla la actividad, así como de las explotaciones, hace que todavía sea determinante la afluencia máxima de mano de obra de bajo coste, sustituyendo esta aquella mecanización que requiere de altos costes (Graeber, 2018). En cuanto al problema social de la provincia, la solución vía emigratoria ha sido tan exitosa, como avalan los datos, que la población en Jaén no para de disminuir. Así, para el año 2022:
Las cifras oficiales de población del Padrón Municipal referidas a 1 de enero de 2022 cuantifican la población en la provincia de Jaén en 623.761, que representa el 7,34% sobre el total autonómico y el 1,31% sobre el estatal. Mientras que en Andalucía y España la población se ha incrementado durante el último quinquenio un 1,38% y un 1,61%, respectivamente, en la provincia de Jaén ha disminuido un 2,25% (INE, 2023).
Esta situación social explica que los diferentes planes creados para «modernizar» la provincia, a saber, la Asamblea Magna Provincial de 1924, el Plan Jaén de 1953, o los más modernos, como el Activa Jaén, han tendido a considerar el monocultivo del olivar como un problema, aunque en el mismo nunca existieron alternativas serias a la preponderancia del cultivo, entre otras cosas porque hacerlo supondría reconocer que no existe otra alternativa dentro de una economía de mercado donde la agricultura está subordinada a la especialización del espacio productivo dentro de los grandes circuitos mundiales (Krugman y Wells, 2016) y las lógicas del capitalismo mundial, algo muy flexible y adaptativo: axiomático (Deleuze y Guattari, 1988). Así pues, aunque hablemos de zonas de producción agrícola, no es demasiado difícil observar la aparición de archipiélagos de especialización y circulación de flujos regionales tanto materiales como humanos (Lacour, 1996, pp. 25-48), así como también, en muchos contextos, empiezan a darse procesos tan paradójicos como la hiperespeculación, la mecanización y flexibilidad productiva (para las lógicas tayloristas véanse Coriat, 2000; Palerm, 1999, pp. 154-180), junto con la esencialización y patrimonialización identitaria de ciertos productos o cultivos, vía producción ecológica o bien vía denominaciones de origen.
Señalamos con anterioridad la importancia de la pequeña-mediana propiedad en la expansión del olivar (Infante, 2012). La gran propiedad se interesó por el cultivo de forma más tardía frente a otros cultivos como el cereal. Entre los motivos destacamos, además de la productividad, el progresivo despegue del consumo alimenticio y el proteccionismo existente desde comienzos del siglo XX, pero determinante en la administración franquista con su reparto en las cartillas de racionamiento, creando nuevos mercados en zonas tradicionales de consumo de otras grasas, como es el caso del norte de la península, y la regulación de precios del mercado controlado, lo que aseguraba la rentabilidad del conjunto de propietarios, ascendiendo en importancia y poder según la magnitud de la propiedad. Al final podemos establecer un paralelismo entre élites político-sociales y propiedad de olivar, estableciéndose una escala que asciende desde lo local a lo provincial y nacional, siendo indistinguible la riqueza de la posesión de olivos, midiéndose el nivel de esta riqueza en hectáreas de tierra y/o número de árboles. Unos precios garantizados, más allá del mercado negro —el estraperlo—, abundan en el apoyo estatal al aumento de la producción, en un mercado cautivo. El proteccionismo estatal, y los cambios internacionales que se producen a partir de los años setenta, con especial incidencia en los mercados de cereales que avivarán la expansión en sustitución de otros cultivos de exportación menos rentables (Blas, 2022). Este statu quo se verá alterado con la llegada del cambio político, la transición, la obligada liberalización de mercados, y la ofensiva de las multinacionales del sector de las grasas vegetales (girasol, soja o colza), a finales de la década de los setenta, en plena expansión del mercado de estos productos, con producciones en aumento tras la revolución verde, y el aumento de excedentes generados por las subvenciones a la producción. En estas guerras comerciales, las estrategias de márquetin pasaban por estudios académicos en el ámbito internacional que señalaban el carácter cancerígeno del aceite, que recibieron las posibles respuestas nacionales y/o locales, de corto alcance, precursoras del desarrollo académico-institucional de apoyo y defensa de la industria, creándose un consenso social de defensa en torno al producto y sus bonanzas, que se convierte en signo de identidad. En esta contienda comercial, «ayudó» al sector la estafa luctuosa del aceite de colza desnaturalizado (mezcla de aceite vegetal de colza con aceites industriales), que se produjo en los primeros años ochenta del siglo pasado, con las muertes y enfermedades aparejadas y el rechazo social a este tipo de grasas, asociando su consumo con la estafa y acabando con las posibilidades de mercado de dicha grasa. Otra mejora que este hecho lamentable supuso fue un mayor control de la comercialización y del envasado, la creación de las DOI e IGP, lo que, junto a las políticas agrarias comunitarias desde la incorporación a la CEE, pusieron freno a la venta de aceite como se había hecho de forma tradicional, en envases sin ningún tipo de homologación y garantía, fuente de todo tipo de estafas y corrupciones.
Desde la incorporación a la CEE, la política agrícola común ha influido en el olivar, pero como señalamos a lo largo del trabajo no ha afectado de forma negativa al incremento del cultivo, que ha seguido aumentando (Cuesta et al., 1998). Sí es cierto que, durante los primeros estadios, la fase productivista incentivó más el cultivo, asociadas las subvenciones a la producción. El pago único podría llevarnos a pensar que desincentivó el cultivo, pero el incremento de producción y superficies no parece que lo indique. Con la Agenda 2000 y la introducción de la política de desarrollo rural se buscaban alternativas que no han supuesto en ningún momento alternativa al cultivo del olivo. Sí hay que reconocer que gracias a Europa se ha tendido, en algunas zonas, a modelos más sostenibles de cultivo, o al cultivo ecológico, pero lo sustancial de la producción sigue efectuándose según los modelos productivistas de maximización de la renta. Este dirigismo no solo viene de Europa, desde las instituciones provinciales se ha venido promoviendo la protección del paisaje del olivar por la Unesco. Sin entrar a valorar la oportunidad o no de ello, sí constatamos que lo que ha sido una constante a lo largo de este trabajo, la propiedad privada del cultivo y la lógica de la búsqueda de la máxima ganancia que lo sustenta, ha supuesto que esta iniciativa sea rechazada por una parte de los propietarios, lo que ha dado al traste con la iniciativa.
Si solo analizamos el universo del olivar desde el mercado, práctica habitual, caeríamos en un determinismo que pretendemos evitar. Las causas de la innovación en un cultivo, en la especialización, además del mercado, pueden ser varias y complejas. Aunque ya hemos visto que las políticas públicas no solo fueron actor necesario, sino también imprescindible en la expansión, también consideraremos otras causas. No tenemos testimonios sistematizados del porqué de la elección de un cultivo frente a otro a lo largo del tiempo, más allá de la consabida rentabilidad económica, y, sin embargo, sí podíamos considerar otros factores. Los problemas de mecanización —se puede llegar al cultivo del olivo por descarte—; las inferiores calidades del terreno; la orografía de las zonas montañosas de Jaén, más proclives a un cultivo arbóreo; el tamaño de las explotaciones, a modo de ejemplo, las cosechadoras de cereal dejaban de incluir en los circuitos de cosecha parcelas por su aislamiento o tamaño; los costes de recolección sobrepasan a los de cultivo, ejemplo clásico por la bajada continua de los precios del cereal; los incentivos productivistas de la PAC; la necesidad de nueva maquinaria que no compensa su adquisición para el tamaño de las parcelas —concentración parcelaria—, incluso podríamos hablar del olivar como un cultivo de resistencia para los pequeños propietarios, que no necesitaba grandes inversiones en las pequeñas parcelas y por lo menos garantiza el consumo de aceite familiar con pocas jornadas de trabajo al año. Caso contrario es la lógica de las grandes propiedades, que buscan inversiones que abaraten al máximo el consumo de mano de obra, siempre y cuando esta no sea tan barata que haga ineficiente la adquisición de otra tecnología que la sustituya, o el control del mercado sea tan poderoso que haga innecesario toda innovación en la búsqueda de un mayor lucro. La innovación siempre está consagrada a la obtención de una mayor ganancia con menores costes, al menos desde la óptica de la teoría marginalista. Estas explicaciones se unen a otras que están más estudiadas, como la estructura de la propiedad, la fabricación y comercialización. Con esto queremos significar la complejidad y riqueza del olivar, como conjunto, y las diferentes formas de abordarlo, aunque quizás se eche de menos una visión más heurística. Pero antes de realizar una aproximación desde el universo cultural, vamos a tratar de forma sucinta el estado de la industria aceitera en la provincia.
El análisis de los datos de producción, en la descripción tradicional propuesta por la econometría, nos muestra una mayor uniformidad, es decir, que tiene grandes continuidades. Seguimos constatando que la mayoría del producto se sigue vendiendo a granel, 473.146 de 795.207 toneladas, el embotellado supone 322.061 toneladas en manos de las envasadoras —las almazaras y refinerías lo venden todo a granel (157.470 y 161.903, respectivamente)—, aunque también las envasadoras venden a granel 148.905 toneladas (Observatorio de Precios y Mercados, 2022), es decir, grandes volúmenes en un mercado controlado por muy pocas personas, un oligopolio, muy interesadas en que se mantenga el statu quo que genera amplios márgenes de ganancias. La lógica económica responde a la reproducción en la morfología del esquema productivo-comercial, de un sistema piramidal, que obviamente lleva asociada la existencia de oligopolios a nivel comercial (López Ontiveros, 1978, pp. 19-40). Una estructura productiva, que ciertamente parece relacionarse con todos los cultivos comerciales, desde el té hasta la adormidera o la coca, aunque nos atrevemos a pensar que es mucho más evidente en cultivos de «mayor recorrido» comercial, como sería el café, y no tanto en productos de menor potencialidad comercial, como el aceite de oliva (Palacios, 2007).
Es interesante constatar que en el ranking sectorial de empresas del sector (ElEconomista.es 2024), elaborado a partir de los datos de ventas de las encuadradas en el Sector CNAE (1043, Fabricación de aceite de oliva), de las 511 existentes a nivel nacional solo 88 tengan su sede en Jaén. Descuella Aceites del Sur-Coosur S.A., con una facturación de 876.713.632 euros, que ocupa el segundo lugar del ranking, solo superado por Dccop S. Coop. Andaluza, con una facturación de 1.236.973.106 euros y que, aunque tiene su sede en Málaga, al ser una cooperativa de segundo grado, también incluye a algunas cooperativas de primer grado jiennenses. A gran distancia de estas empresas encontramos las siguientes en el ranking, tradicionales en las ventas a nivel provincial, en el número 18 Aceitunas Jaén Sociedad Limitada, 42.125.615 euros, o en el número 19 Emilio Vallejo S.A., con 38.750.617 euros. Tendremos que irnos al número 32 para encontrar la siguiente, Explotaciones Jame SL, con una facturación de 24.316.352, y solo en el número 50 del ranking encontramos la primera cooperativa, Sociedad Cooperativa Andaluza Unión de Úbeda, con 16.924.417 euros. De las 88 empresas existentes, 15 (17,04%) presentan una facturación superior a 12 millones de euros. Del resto no figuran datos, 25 (28,41%) aparecen en facturación como grandes, esto es, pueden tener activos mayores a cuarenta millones de euros, aunque no lo conocemos. En cuanto al ranking, se sitúan entre los puestos 71 y 169. Una proporción menor representan las medianas, hasta cuarenta millones de euros en activos, según la ley, con 26 empresas (29,54%). Las pequeñas, con activos menores a cuatro millones de euros, son 22 (25%) de las empresas existentes. Una lectura de estos datos permite constatar que existen pocas empresas grandes y de fuerte facturación frente a muchas medianas y pequeñas de poca facturación. Lo que hemos señalado como una constante en la comercialización, el gran peso de la venta «a granel», la concentración de la venta de envasado con un creciente peso de la exportación y la fragmentación de la venta al mercado interior.
Al hablar de la cultura del olivar entendemos tanto la percepción que tiene la población como la construcción en el imaginario colectivo del universo del olivar en el que confluyen elementos del cultivo tradicional con aditamentos propios de la mercadotecnia económica y política, buscando crear una identidad en la línea de las comunidades imaginadas de Benedict Anderson (2005), que no se corresponden con la realidad socioeconómica del mismo, basada históricamente en la lógica productivista del mercado, donde solo importaba la ganancia, y donde otros costes como los sociales o ambientales, pérdida de suelos, desertificación, desaparición de la fauna por el uso de pesticidas y fitosanitarios, entre otros, solo son resueltos por circunstancias ajenas al cultivo. En el caso de los costes sociales por la vía de la emigración, y mitigados en el caso de los ambientales, por las obligaciones impuestas por las políticas comunitarias vinculadas a ayudas monetarias o penalizaciones en la percepción de las ayudas y subvenciones de la Política Agraria Común (PAC). A día de hoy asistimos a una mayor concentración de la explotación, vía propiedad u otras formas de tenencia, y unas formas de cultivo propias de la agroindustria (Etxezarreta, 2006).
Y junto a esta agricultura industrial de exportación, encontramos un imaginario construido que parte de una realidad social, la omnipresencia del olivar tras más de un siglo de sustitución de cultivos y la vinculación del cultivo con todos los estratos de la sociedad jiennense en mayor o menor medida. Más allá de que las actividades económicas de la provincia están vinculadas al olivar y sus cosechas, como se desprende de los datos sobre renta agraria disponibles en la Consejería de Agricultura, Pesca, Agua y Desarrollo Rural (2022), es un hecho la interdependencia con otros sectores económicos que están vinculados a las ganancias de las cosechas. Este lugar central en lo económico, unido históricamente a la preeminencia en lo laboral, hace que en el imaginario de los habitantes de la provincia las faenas agrícolas en torno al olivar, y dentro de estas labores, la recogida del fruto, la aceituna, para la producción de aceite, el trabajo principal, encarnen la imagen del trabajo por antonomasia. Si bien los trabajos han ido evolucionando, con la introducción de innovaciones —mecanización de los procesos productivos, en la industria, laboreo y recolección, así como en la gestión y formas de cultivo—, en el imaginario colectivo de la población de Jaén, que en su mayoría ya no tiene vínculos con el olivar, o si los tiene no es de forma directa, permanece la imagen de una recolección romantizada. En esta imagen la influencia de algunos programas de la televisión pública andaluza es innegable e indeleble, donde la dureza del trabajo era compensada por los supuestos valores sobre los que se sustentaba: amistad, compañerismo o sencillez. Todo ello en un entramado de trabajo dividido por sexos, donde los hombres eran vareadores y las mujeres se dedicaban a recoger los frutos del suelo, algo que se acompaña de todo el aparataje típico, varas, espuertas o lienzos. Y sobre el que ha devenido en crear una especie de modelo idealizado de vestimenta popular, algo que comparte con otros territorios de la península, donde estos nuevos «trajes» populares, regionales, se imbrican con un fuerte sentimiento de pertenencia y diferenciación, como, por ejemplo, los huertanos en Murcia o los uniformes festivos blancos de Navarra y Aragón, donde la diferencia la marca el color del pañuelo al cuello, rojo en Navarra, verde en Huesca, azul en los pueblos de Zaragoza, junto al tradicional cachirulo, más propio de la capital aragonesa y por extensión de la región. En la creación de este imaginario la labor de las instituciones, ayuntamientos y diputaciones es primordial, con la creación e institucionalización de jornadas señaladas a lo largo del año, dedicadas a la cosecha (por ejemplo, en Ayuntamiento de Martos, 2024), algo que también encontramos en el resto de la península, cada cual con su especificidad local. En el caso de Jaén y sus pueblos se trata de la fiesta del aceite —en otros casos son la fiesta de la vendimia, del azafrán, de la huerta, etc.—, donde encontramos una recreación, con los uniformes típicos señalados, de las labores «tradicionales» de recogida del olivar, como anticipo a los discursos de los próceres, locales, provinciales y/o autonómicos, previo todo ello a una degustación del producto propio del lugar, el típico pan y aceite, sustento de la dieta mediterránea de la que hablaremos posteriormente. Estas exaltaciones comunitarias, en el sentido más durkheimiano del término, conducen a crear fuertes vínculos de solidaridad entre la comunidad, que más allá del desarrollo y de las pretensiones institucionales calan en el tejido social, amplificado todo ello a través de las redes sociales, adquiriendo características propias y un amplio sentimiento simbólico de pertenencia.
La labor de las Administraciones viene potenciada por la imbricación en las diferentes fiestas de la institución escolar, que como parte del aprendizaje de las nuevas generaciones incluye este ritual y que hace de los más pequeños los protagonistas al ser los destinatarios de los trajes típicos, motivo de orgullo para padres y abuelos, y de interiorización del discurso para ellos, que a partir de entonces gracias a la costumbre adquieren como propios unos usos y valores que solo existieron como tales durante las décadas más duras de la dictadura franquista. Aquí sería interesante resaltar cómo este imaginario se retroalimenta, pues cuando se trata de la difusión de noticias asociadas al olivar, más allá del tema tratado, es recurrente la imagen arquetípica de los vareadores en los olivos, aun cuando a día de hoy es meramente testimonial. Si se usan las hemerotecas como apoyo documental la situación es redundante. Pero la acción no solo se limita a estas ferias, el entramado abarca muchos más actos, desde la celebración de la fiesta de los pueblos, pasando por todo tipo de imbricaciones con el tejido social y cultural, como en el fútbol —frente aceitunero, grupo ultra del FC Jaén— o los espacios de ocio —Olivo Arena, nombre del Palacio de Deportes—. Que parecen pretender, y de hecho lo consiguen, una identificación entre el ser, en el sentido más amplio, de Jaén y el olivar, y que hace de todos los jiennenses expertos en olivicultura. En buena medida esto también tiene que ver con otro desarrollo institucional, en apoyo de la industria, que es la venta del producto, del aceite de oliva, y del marketing alrededor del producto, además del apoyo de la academia, fundamental en lo histórico, que establece una continuidad lineal entre los molinos romanos, pasando por los árabes y desembocando en los actuales, todo ello cimentado en los olivos milenarios, junto a las «virtudes» del aceite que lo hacen una especie de pócima de Fierabrás contra todos los males —¡tal vez lo sea!— que busca diferenciar más precios que calidades (López-Miranda et al., 2018).
A día de hoy, la identificación entre la provincia y el olivar y su aceite ha arraigado mucho entre la población y las instituciones, convirtiéndose en un signo de identidad, y por lo tanto diferenciador, que hace de todos los habitantes de la provincia portadores de los valores propios de la rusticidad, en una actualización de las comedias blancas de la propaganda franquista sobre Andalucía (Vente para Alemania Pepe, El abuelo tiene un plan, de Pedro Lazaga, o Los días de Cabirio, de Fernando Merino, o El calzonazos, de Mariano Ozores), donde ser de pueblo se mostraba como lo auténtico. Si en el franquismo el enemigo eran los «males» de la ciudad y sus peligros, hoy lo son las complejidades de las sociedades posmodernas y el desarrollo inasumible de las tecnologías de la comunicación. Es en las redes sociales donde estas supuestas diferencias encuentran más acomodo. Además de dar difusión a las diferentes fiestas y actos, estas diferenciaciones locales se convierten, además de en signos de identidad, en hechos diferenciadores, que más allá de la chanza, dan lugar a ahondar en lugares comunes, arquetipos y/o prejuicios con los riesgos que dichas discriminaciones conllevan.
Este «costumbrismo» de nuevo cuño no es solo patrimonio de la provincia de Jaén, ya lo veíamos, sino que lo comparten con el resto del país, tal vez por la fractura existente dentro de los nacionalismos patrios, pero da la sensación de responder al expansionismo de unas formas culturales sobre otras, a la uniformización regional en torno a unos símbolos que no son comunes a todos, aun cuando se asuman, en el caso andaluz podemos hablar de la preponderancia de lo «sevillano», o en el de Aragón de la cercanía de los Sanfermines, que hacen que sean modelos de éxito y por lo tanto exportables tras sus respectivas adaptaciones. Lo interesante de Jaén es la creación de un modelo propio aun cuando las realidades donde se asientan no eran diferentes en otros lugares de la península, pero quizás siempre se ha tratado de eso, de diferenciar lo que era uniforme para justificar políticas y políticos deseosos de alcanzar el poder.
En efecto, habría que tener también en cuenta la introducción de características posindustriales en la producción a las que hacía referencia al comienzo, por ejemplo, una flexibilización del mercado que acarrea también una flexibilización de la producción, toda vez que zonas como el norte de África han entrado con fuerza en el tradicional juego entre Portugal-España-Italia-Grecia, diversificando las posibilidades de las transnacionales que manejan el mercado; como ocurre concretamente en el caso del aceite de oliva, donde al «acecho» de países como Túnez, a lo que hay que sumar nuevas zonas de producción como México, Argentina, Chile o Australia. Otra de estas características sería la tendencia a la mecanización en la recolección-procesamiento del producto, sumada a la desinversión en mano de obra o ciertos juegos de esencialización del producto que se relacionan con políticas de desarrollo local, ligadas a la utilización de lo identitario, y del patrimonial intangible, como algo que poner en valor, bien sea como producción ecológica o como denominaciones de origen. Si bien estas características se cumplen en mayor grado en el caso de Jaén y su contexto europeo de inserción. Así pues, no se deja de tener la impresión de que en el caso de Jaén se enfrenta ante un tecnocrático ejercicio tardomoderno con simulacro de tradición incluido, contra la fuerte idea de progreso que desde «afuera» se preimpone. No dejando de ser curiosos los contrastes que ofrecen los espacios jiennenses entre sí, incluso en lo que se refiere a cuestiones como los límites entre formalidad-informalidad en los ejercicios socioeconómicos, siendo un detalle estructural clave la contraposición entre la figura informal por excelencia de la socioeconomía olivarera: la figura hiperformalizada del corredor de aceite en Jaén —con sus nuevas caras empresariales, incluida la de los mercados de futuros del aceite o los diferentes juegos competitivos entre las cooperativas—, sobre todo si no perdemos de vista lo «aleatorio» de toda esta delimitación.
Y es que frente al negocio desnudo del olivar como innovación comercial, donde pocas personas obtienen amplios márgenes, existe una visión popular sentimental vinculada a la independencia que da el cultivo, independencia en los límites, en los márgenes, además de un fuerte vínculo territorial y sentimental con los olivares, que lleva a una identificación, basada en el sistema tradicional de herencia, con los predios y fincas y en muchos casos con los mismos árboles, aunque subsumida a los vaivenes de las necesidades económicas o de las rentabilidades, al prevalecer en la mayoría la racionalidad económica de la rentabilidad. Una faceta especial de este sentimentalismo lo representa la renuencia de los inmigrantes a deshacerse de las parcelas heredadas, a mantener el vínculo con los orígenes, y que solo se rompe por las generaciones subsiguientes. Algo parecido pasa con el producto, con el aceite, se mantiene el consumo del aceite del lugar de origen, y si es el caso de que se mantengan olivares, encontramos la entelequia de imaginar que se consume el aceite del propio olivar. Aunque este imaginario de consumo del aceite de los olivos propios es otra vuelta de tuerca más al negocio del aceite de oliva, con minialmazaras que transforman la aceituna garantizando así la procedencia, en otro capítulo más de la distinción por el consumo. Esto en lo referente al producto, otra cosa es el árbol en sí mismo, que al igual que el producto se convierte en otro símbolo de distinción y estatus con la adquisición de viejos olivos como elemento decorativo en jardines públicos y privados. Más allá de la llamada conservacionista y los apegos que haya, que los hay, sirva de muestra la película El Olivo, de Itziar Bollaín, la realidad es que ha sido práctica tradicional y aún lo es sustituir los viejos olivos y/o las variedades menos productivas, por las que más rendimiento dinerario aportan. Entre la venta como leña y su venta como olivo vivo más rentable se opta por esta opción, pero cuando se prima lo económico siempre el olivo acaba abatido.
Somos conscientes de que el universo del olivar tiene múltiples aristas y que no todas son fáciles de pulir, ni tan siquiera de allanar, pero con este artículo queríamos abrir debates que parecen restañados, un inmovilismo que contrasta con la permanente innovación del sector, pero, al igual que en el resto de la sociedad, parece que las inmanencias son propio de lo cultural mientras que la dinámica se corresponde a la innovación, tecnológica o económica, con nuevas fórmulas de extracción de rentas y aumento desproporcionado de algunos patrimonios. Al resto se nos ofrece un universo idealizado, de felicidad y abundancia, que recuerda mucho a los imaginarios de los cuentos. En realidad el olivar es consecuencia histórica de la globalización de los mercados, de las bases implementadas por las élites políticas y económicas, de las indicaciones de la ciencia agronómica aplicadas, en cada contexto, a la obtención de los máximos rendimientos, sin la consideración de otras alternativas o siendo estas de marcado carácter marginal (Lozano, 2011), con una clara estratificación de las estructuras de poder y una nula consideración de los costes sociales y ambientales hasta fechas muy cercanas.
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Profesor sustituto interino en la Universidad de Jaén. Doctor en Patrimonio por la Universidad de Jaén; grado en Sociología y en Ciencia Política y de la Administración por la Universidad Nacional de Educación a Distancia; licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad de Granada. Diversos puestos y funciones en Administraciones locales, secretario-interventor, agente de Empleo y Desarrollo Local, agente local de promoción y empleo, técnico documentalista, técnico en gestión catastral, archivero de zona.
Doctor en Antropología Social por la Universidad Complutense de Madrid y catedrático en la Universidad de Jaén, España. Es vicedecano de la Facultad de Trabajo Social y miembro del Acción Cost Decolonial de la UE. Ha sido profesor visitante en Universidades de Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, Bolivia, México, Francia y EE.UU., entre otros. Ha realizado trabajo de campo en diferentes comunidades de España y América Latina y en la actualidad trabaja en temas relacionados con etnografía, epistemología y género. Entre sus últimos libros se encuentran, Segmenta antropológica, Fiesta, trabajo y creencia, La performatividad, el laboratorio y el arte, Crítica de la razón universitaria o Coches, aviones y mochilas.