Revista CENTRA de Ciencias Sociales
| Enero-junio 2025 | vol. 4 | núm. 1 | pp. 1139-152
ISSN: 2951-6641 (papel) 2951-8156 (en línea)
debate/debate: La polarización política. Un enfoque multidimensional/
The Political Polarization. A Multidimensional Approach
https://doi.org/10.54790/rccs.109
Francisco José Llera Ramo
Universidad del País Vasco (UPV/EHU), España
Recibido/Received: 16/9/2024
Aceptado/Accepted: 28/10/2024
Este artículo realiza una introducción al estado de la cuestión de la polarización política. Se enmarca en la sección Debate de la Revista CENTRA de Ciencias Sociales, dedicada a contrastar los distintos enfoques sobre su definición, sus dimensiones, su medición y las evidencias empíricas sobre su impacto y evolución en España, en una perspectiva comparada. La polarización política, sea cual sea su variante (ideológica, afectiva, cotidiana, etc.) o inspiración y campo de batalla dialéctico (ideológico, identitario, valorativo…), es la confrontación entre élites y/o ciudadanos alineados en bloques irreconciliables. Se comienza con una delimitación conceptual y las evidencias de su relevancia sociopolítica, distinguiendo su presencia entre las élites y la ciudadanía para resaltar su componente emocional, así como sus posibles causas y efectos. Su carácter multidimensional y la medición dan paso, precisamente, a los tres artículos referidos, respectivamente, a la medición y evaluación de la polarización ideológica, la identitaria y la llamada GAL/TAN.
palabras clave: polarización; ideología; políticas públicas; identidad nacional; postmaterialismo; GAL/TAN.
cómo citar: Llera Ramo, F. J. (2025). Editorial: La polarización política: definición, dimensiones, medición, resultados y efectos. Revista Centra de Ciencias Sociales, 4(1), 139-152. https://doi.org/10.54790/rccs.109
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This article introduces the state of the question of poltical polarization. It is part of the Debate section of the CENTRA Journal of Social Sciences, dedicated to contrasting the different approaches on its definition, its dimensions, its measurement and the empirical evidence on its impact and evolution in Spain, in a comparative perspective. Political polarization, whatever its variant (ideological, affective, everiday, etc.) or inspiration and dialectical battlefield (ideological, identity, evaluative…), is the confrontation between elites and/or citizens aligned in irreconcilable blocks. It begins with a cconceptual delimitation and the evidence of it socio-political relevance, distinguishing its presence among the elites and the citizens to highlight its emotional component, as well as its posible causes and effects. Its multidimensional carácter and the measurement give way, precisely, to the three articles referred, respectively, to the measurement and evaluation of ideological polarization, the identity and the so-called GAL/TAN.
keywords: polarization; ideology; public policies; national identity; postmaterialism;GAL/TAN.
La democracia liberal se caracteriza por la competición entre las élites partidistas en torno a la politización de intereses, de conflictos sociales o de preferencias de todo tipo, buscando el alineamiento ciudadano en torno a alternativas programáticas de poder, alcanzables mediante la maximización del apoyo y la agregación electoral. Esta dinámica, propia de sociedades y sistemas pluralistas, genera fragmentación de competidores y polarización, sobre todo, competitiva en un equilibrio inestable, basado en la alternancia y la negociación, más o menos, inclusiva.
El grado de la fragmentación (entre el bipartidismo y el pluripartidismo, más o menos, extremo) y la intensidad de la polarización (entre la competición centrípeta y la segmentación centrífuga y antisistema), así como sus características y su dinámica recíproca, es lo que ha planteado problemas de gobernabilidad, estabilidad y rendimiento a nuestras democracias (Sani y Sartori, 1983) desde hace tiempo, convirtiéndose en una preocupación académica y un objeto de estudio de primer orden en el ámbito de la ciencia política occidental. Estamos asistiendo a la reaparición de viejos fantasmas políticos de tipo etnocéntrico y autoritario, cargados de xenofobia y populismo, que precipitan en movimientos de introversión agresiva caracterizados por la búsqueda de un chivo expiatorio y por el predominio de las emociones sobre la razón (Arias, 2016).
Sin duda alguna, la versión más agravada de esta dinámica polarizadora es cuando las actitudes y discursos de adhesión vs. odio desembocan en conductas violentas, de enfrentamiento entre bandos o de eliminación del contrario, cuyas consecuencias pueden ser difícil de prever y, sobre todo, de atajar. La última década está plagada de situaciones violentas con raíces en la polarización, entre las que destacaremos tan solo algunas referidas a democracias consolidadas y en momentos de formación de la decisión electoral de la ciudadanía: 1) la agresión a M. Rajoy el 16 de diciembre de 2015 en un acto de campaña en Pontevedra; 2) los actos insurreccionales con ocasión del referéndum ilegal sobre la independencia de Cataluña del 1 de octubre de 2017 (con una participación del 43% del censo electoral catalán) y, sobre todo, las manifestaciones violentas de los CDR y la estrategia del llamado Tsunami Democràtic en contra de la sentencia del juicio del procès emitida por el TS el 14 de octubre de 2019; 3) el intento de asesinato de Jair Bolsonaro en un acto de campaña en Brasil el 6 de septiembre de 2018; 4) el asalto violento al Capitolio de Washington el 6 de enero de 2021 en contra de la proclamación de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos; 5) el asesinato del ex primer ministro de Japón Shinzö Abe en un acto de campaña el 8 de julio de 2022; 6) el intento de asesinato del primer ministro de Eslovaquia Robert Fico el 15 de mayo de 2024; 7) la cadena de asesinatos de líderes políticos en los procesos electorales en la India; 8) los choques violentos producidos en Francia en torno a las últimas elecciones europeas y legislativas de 2024; y, finalmente, 9) el intento de asesinato del expresidente Donald Trump en un acto de campaña el 14 de julio de 2024 en Butler (Pensilvania). Es evidente que el tema tiene una relevancia indiscutible desde cualquier punto de vista que se aborde, sobre todo, porque afecta al corazón de nuestras democracias avanzadas.
La primera distinción que hay que abordar es la diferenciación entre la polarización de las élites (sobre todo, partidistas), la polarización de la ciudadanía (o el electorado) y, ahora también, de los mediadores de opinión y/o emociones (mass media y redes sociales). Como es obvio, la clave está en que las estrategias de competición entre élites y medios penetren en el electorado o la ciudadanía más allá de los simples alineamientos o formación de preferencias para generar actitudes, más o menos, «tribales» (Clark et al., 2019) de confrontación nosotros-ellos o amigo-enemigo.
Es, por tanto, un fenómeno buscado por las élites (y sus asesores de comunicación) y fomentado por medios y redes para segmentar a la ciudadanía con actitudes de adhesión o rechazo a partir de una frontera imaginaria, pero funcional (Miller, 2023, p. 41) desde el punto de vista de la competición. Lo problemático es cuando esta dinámica lleva a la radicalización, la intolerancia y el rechazo entre tales segmentos, impidiendo la deliberación y limitando el pluralismo.
Una cosa es que los competidores ofrezcan programas y propuestas políticas diferenciadas y acordes con su ideosistema de creencias y valores, con los que tratan de responder a los intereses de una «base social» de referencia y contribuir así a su identificación de partido (policy preferences), y otra cosa distinta es la polarización basada en tomas de posición, positivas (para los míos) o negativas (para los otros), con rasgos actitudinales, sociales y emocionales que devienen en adhesiones incondicionales y/o descalificaciones radicales en una suerte de maniqueísmo vivido en primera persona (Iyengar, Sood y Lelkes, 2012, pp. 405 y ss.). Más o menos, los hooligans de ambos bandos de los eventos deportivos a los que tenemos que soportar, impotentes, con demasiada frecuencia.
Por lo tanto, mientras que las élites partidistas, dependiendo del contexto, están condenadas a negociar y entenderse en los temas de agenda política, por muy distanciados que puedan estar (polarización política o programática), esta dinámica se hace mucho más cuesta arriba, si no imposible, cuando entran en juego los vetos emocionales de la incompatibilidad, la descalificación, si no el odio de la radicalización personal (polarización afectiva). De este modo, la polarización política impacta en las relaciones sociales como un veneno autodestructivo y, por tanto, antisistema (Rojo y Crespo, 2023).
Que el apoyo a partidos y actitudes antisistema no ha hecho más que aumentar en las últimas décadas en nuestras democracias liberales es una evidencia incontestable y omnipresente (Hernández y Kriesi, 2016; Wolinetz y Zaslove, 2018; Norris e Inglehart, 2019), con la consecuente agudización y extensión de la polarización política y afectiva. Las dinámicas centrípetas, moderadoras e inclusivas de décadas anteriores con elevados niveles de movilización electoral, lealtades partidistas, confianza institucional e intersubjetiva han sido sustituidas, más o menos, súbitamente por actitudes centrífugas, radicales, si no extremistas, desmovilización electoral, incremento de la insatisfacción con el funcionamiento institucional, crisis de los partidos tradicionales y desconfianza intersubjetiva, como clave de dicha polarización afectiva (Westwood et al., 2018).
Los científicos sociales han ido diagnosticando las causas de este fenómeno, diferenciando varios niveles analíticos: las élites partidistas o de los movimientos sociales, la ciudadanía o el público y los mediadores de opinión (medios y redes sociales). Y, al mismo tiempo, se han adoptado tres tipos de explicaciones diferentes: económica, institucional y cultural. Así, en primer lugar, no parece descabellado vincular el surgimiento o, en su caso, el reforzamiento de movimientos y partidos extremistas antiestablishment y el consecuente incremento del apoyo popular a situaciones de depresión económica, incremento de las desigualdades, deterioro de la protección social y los grandes servicios públicos, con más exclusión y vulnerabilidad social, como ya sucediera en la Gran Depresión de los años treinta y, más recientemente, con la Gran Recesión de la crisis financiera global de 2008 (Funke, Schularick y Trebesch, 2016). Estas condiciones sociales y económicas desfavorables son el caldo de cultivo para que los discursos populistas y descalificadores («austericidio») de los partidos de gobierno tradicionales arraiguen en sectores descontentos de nuestra ciudadanía, alimentando actitudes radicales de rechazo.
En segundo lugar, la crisis de identidad y programática de los partidos tradicionales por efecto de la llamada «cartelización política» (Katz y Mair, 2018) y su colonización de las instituciones del Estado como máquinas de poder, junto con la financiación irregular, la corrupción política o la crisis de liderazgo, les han convertido en «gigantes con pies de barro». Obsesionados por una dinámica competitiva centrípeta, que les dejaba sin agendas alternativas, con tal de alternarse y repartirse el poder institucional, han provocado una suerte de «orfandad» política, a un lado y otro del espectro competitivo, para sectores crecientes que se sentían sin representación y sin expectativas. De nuevo, el terreno estaba abonado para movimientos y líderes extremistas de hechura populista y frontalmente antiestablishment (o anticasta).
La tercera aproximación explicativa se refiere a los cambios producidos en nuestras sociedades por los efectos de la globalización, en general, y de los procesos de integración regional, en particular, como sucede en la UE con una pérdida clara de soberanía para los Estados nacionales en temas especialmente determinantes para sus economías (inversiones, sistema financiero, endeudamiento público, fiscalidad, autonomía energética o tecnológica, sostenibilidad de sectores productivos tradicionales y un largo etcétera). Todo lo cual desplaza la agenda política de las élites hacia temas propiamente culturales en torno a creencias, valores y prácticas sociales (identidades de género, crisis climática, aborto, eutanasia, laicismo, inmigración, multiculturalismo, consumo de estupefacientes, desinformación, privacidad, solidaridades, pacifismo, entre otros), muchos de los cuales se han convertido en auténticas batallas campales (o guerras culturales) entre posiciones extremas de movimientos y partidos (Hunter, 1991). Se trata de una polarización emocional en torno a valores e identidades, claramente perseguida por las élites y sus terminales mediáticas con el objetivo de asegurar su hegemonía (Gramsci, 1924; y la revisión neoconservadora de De Benoist, 1977) social y política imponiendo su cosmovisión ideológica mediante mecanismos de desinformación, negacionismo, revisionismo histórico o cancelaciones de distinto tipo. Todo lo cual abre un nuevo cleavage o fractura de confrontación (Hooghe y Marks, 2018; y Norris e Inglehart, 2019).
Al impacto combinado de esta triple causalidad en cada caso particular, hay que añadir otros factores contextuales propios del formato y la dinámica partidista, la persistencia de cleavages históricos no resueltos, las regulaciones electorales, la selección de las élites, los mecanismos de accountability y, sobre todo, el reforzamiento de la personalización de la política y de las campañas electorales (publicidad negativa), donde los «asesores» de comunicación e imagen juegan un papel creciente y no suficientemente evaluado en su incidencia en la polarización emocional, especialmente con la irrupción de las redes sociales y los medios digitales (Crespo, Melero, Mora y Rojo, 2024).
En entornos sociales y políticos en los que operan tales dinámicas, sea de forma coyuntural o a más largo plazo, la aparición de partidos y/o movimientos extremistas antiestablishment, con discursos populistas (Mudde y Rovira, 2018) y dispuestos a desestabilizar el equilibrio partitocrático imperante, producen polarización afectiva cuando logran constituirse en referentes de estructuración grupal y definición de posiciones en el interior de los bloques ideológicos que compiten, sobre todo, cuando las élites partidistas están más orientadas al conflicto que a la cooperación. Cabría pensar que el clima de polarización afectiva solo se activa y se intensifica en los ciclos electorales al compás de las campañas, en las que se refuerzan emocionalmente las identidades grupales y las adhesiones partidistas en base al distanciamiento y el rechazo recíproco entre competidores (los míos vs. otros, amigos vs. enemigos, buenos vs. malos). Sin embargo, tal clima ha dejado de ser cíclico o coyuntural para convertirse en campañas negativas permanentes en manos de organizaciones partidistas debilitadas, dominadas por liderazgos populistas (Iyengar, Sood y Lelkes, 2012).
Si esto es lo que sucede al nivel de las élites, la polarización afectiva del electorado es más probable en texturas de segmentación social (Sartori, 1980, pp. 224 ss.), cuando las divisiones ideológicas y partidistas enraízan en perfiles sociodemográficos homogéneos y con percepciones recíprocas negativas, que, además de no facilitar interacciones de entendimiento cooperativo, encuentran en el rechazo y la confrontación el principal incentivo de reafirmación. De este modo, las divisiones ideológicas, programáticas o partidistas se ven exacerbadas cuando se tribalizan anidando en entornos sociales de fuerte identificación grupal y con actitudes y comportamientos de prejuicio y rechazo intergrupal sin conexión posible.
El cuadro se completa al nivel de medios y redes sociales, más allá de lo que acabamos de indicar sobre el influjo de las campañas de comunicación. La exposición y el consumo de medios con un claro sesgo político, sobre todo si, además, lo proyectan de forma radical sobre sus audiencias, impacta directamente sobre la retroalimentación de la polarización emocional de sus públicos, incidiendo en la «brecha perceptiva». La «política espectáculo» (infoentretenimiento, tertulias militantes…) y la desinformación son dos mecanismos claramente, polarizadores, la mayor parte de las veces, estratégicamente programados y guionizados por los medios audiovisuales. A esto se añade, en las últimas décadas, el especial protagonismo del ecosistema digital, con una fuerte capacidad de penetración y segmentación social, agudizando los mecanismos de desinformación, simplificación discursiva y radicalismo negativo (Yarchi, Baden y Kligler-Vilenchik, 2021, pp. 98 ss.; Kubin y von Sikorski, 2021, pp. 188 ss.).
Como nos advirtieron G. Sani y G. Sartori (1983), la polarización es claramente peligrosa para una democracia desde el momento en que pervierte la dinámica competitiva entre adversarios políticos que buscan convencer para vencer, cuando la convierten en una batalla continua entre enemigos a los que destruir, fracturando la sociedad en grupos o bandos irreconciliables y vetando cualquier posibilidad de entendimiento o acuerdo entre bloques bipolares. De este modo, el carácter y la esencia centrípeta de la competición y de la gobernanza democráticas se transforman en una dinámica centrífuga condicionada e impuesta por los polos extremos de cada bloque político, al tiempo que se trituran las actitudes y los actores políticos centristas o moderados, como estamos viendo en todas nuestras democracias, casi sin excepción. El antisistema encuentra espacio y obtiene incentivos para su arraigo, precisamente, a partir de prácticas, institucionales o no, que refuercen su capacidad para destruir o limitar las opciones de sus adversarios políticos, aun a costa de la separación de poderes o de las exigencias del Estado de derecho. Este es el contexto para el caldo de cultivo de las políticas de superoferta y los discursos y movimientos de carácter populista, claramente irresponsables y despreciadores de las exigencias democráticas de accountability.
Las consecuencias institucionales son evidentes para la inestabilidad y volatilidad partitocrática, la gobernanza sistémica y, eventualmente, para el riesgo de colapso (Levitsky y Ziblatt, 2018). La calidad democrática se resiente, inevitablemente, porque tal inestabilidad institucional merma el rendimiento institucional y favorece la aparición de liderazgos inclinados a la imposición personalista, con agendas políticas clientelares, reformas y prácticas institucionales orientadas a la limitación de libertades/derechos (libertad de información o independencia del poder judicial), de la competencia política (financiación, mecanismos electorales) o de la separación de poderes y con un claro sesgo en favor del poder ejecutivo sobre los demás (Llera, 2016b).
Como ya hemos dicho, el problema se agrava cuando los efectos de la polarización penetran en el tejido social y afectan a la ciudadanía, sobre todo en actitudes negativas hacia la política, descontento con sus actores principales (antipartidismo), la generalización de la desconfianza institucional, la crisis de representación y el cuestionamiento del funcionamiento de la democracia (Torcal y Montero, 2006) hasta la erosión de su apoyo y, por tanto, su legitimación social. El siguiente nivel es que esta desafección política afecte a la confianza social (Torcal y Martini, 2018), a las relaciones interpersonales, exacerbando la intolerancia, destruyendo los sistemas de valores y los criterios éticos frente a las lealtades de grupos incompatibles.
De este modo, instalado un modo de pensar polarizado entre electores que se sienten profundamente divididos por lealtades grupales agregadas en función de cleavages duales, las emociones, los temores o los deseos inconscientes filtran e influyen, de forma sesgada, en la interpretación de las informaciones y de las posiciones propias y ajenas. Un contexto así es el más propicio para que los liderazgos polarizadores y sus equipos de comunicación, alentando ese tipo de razonamientos inducidos, busquen el éxito electoral explotando los temores y las ansiedades de sus seguidores.
La polarización, por tanto, puede ser estudiada y medida como un estado (el grado de oposición de las opiniones/percepciones en relación a un máximo teórico) o como un proceso o dinámica (la evolución de dicha oposición a lo largo del tiempo). El estudio de la competición bipolar en nuestras democracias liberales es una parte consustancial del análisis politológico, tanto de la cultura política como, sobre todo, del comportamiento electoral. La clave está en identificar y, en su caso, medir la dimensión sustantiva que explica, por un lado, las señas distintivas de las estrategias partidistas y, por otro, el carácter de los alineamientos políticos del electorado. De este modo, fueron apareciendo distintos paradigmas explicativos de la competición bipolar en cada una de nuestras democracias, en función de los respectivos avatares históricos que acompañaron a su alumbramiento y a la cristalización de sus culturas políticas.
El primer gran paradigma de la politología norteamericana fue el de la «identificación partidista» (Campbell, Gurin y Miller, 1954; Stokes, Campbell y Miller, 1958; Campbell, Converse, Miller y Stokes, 1960; Budge et al., 1976), acorde con un modelo estable de competición bipartidista.
En Europa, dado el peso de la sociedad tradicional y el protagonismo de las revoluciones, las cosas eran distintas y los cleavages históricos (campo vs. ciudad, Iglesia vs. Estado, centro vs. periferia o capital vs. trabajo, fundamentalmente) encontraron su sistematización en el paradigma del «nation building» de la mano, sobre todo, de Stein Rokkan (Lipset y Rokkan, 1967; Rokkan, 1970), explicando el mayor pluralismo partidista en la competición política, que, sin embargo, se alineaban en una tensión bipolar, cuando no bipartidista. De este modo, los sistemas de creencias ideológicas (Apter, 1963) pronto encontraron su respuesta explicativa en el modelo espacial izquierda-derecha (Bartolini y Mair, 1960; Daalder y Mair, 1983; Enelow y Hinich, 1984 y 1990; Castles y Mair, 1984; Budge, Robertson y Hearl, 1987; Van Deth y Geurts, 1989; Enelow y Munger, 1992; Klingemann, 1995; Sanders, 1999; y Kroh, 2007), largamente dominante, sobre todo, en Europa.
Sin embargo, pronto surge en Estados Unidos un nuevo paradigma interpretativo de la mano de R. Inglehart (1977 y 1990), con una visión menos bipolar y más jerárquica o piramidal de las preferencias de valor ligadas a la escala de necesidades (su origen está basado en la psicología humanista de la «teoría de las necesidades» desarrollada por Abraham Maslow —1943— en los años cuarenta), que, en todo caso, también acaba aplicando un modelo dicotómico que oscila entre los valores, preferencias y culturas políticas «materialistas» vs. «postmaterialistas». Más recientemente y siguiendo la estela de las nuevas dimensiones identificadas por el paradigma postmaterialista y a la vista de las transformaciones sociales, culturales, partidistas y de comportamiento en las democracias avanzadas, se ha comenzado a desarrollar y aplicar un nuevo modelo analítico GAL/TAN (en sus siglas en inglés), que trata de construir una escala bipolar paralela a la tradicional izquierda-derecha y que oscila del polo verde/alternativo/libertario (GAL) al tradicional/autoritario/nacionalista (TAN). Este modelo prima las dimensiones culturales de la «nueva política» (Hoodge, Marks y Wilson, 2002) sobre la primacía que el modelo tradicional hace de las económicas. Sin embargo, se trata de un modelo cuestionado por la discutible aplicabilidad y validación empírica de la escala correspondiente (Moberg, 2014).
Con ser las anteriores las dimensiones de polarización predominantes y más comunes a las distintas culturas democráticas, es pertinente la vuelta al modelo de los cleavages del paradigma del state building para enfocar algunos casos particulares con otro adn polarizador, proveniente de tensiones religiosas, lingüísticas, étnicas, migratorias, etc. En particular, la tensión centro-periferia y el factor nacional/regional (Linz, 1985; Linz et al., 1981) han constituido un cleavage de primer orden en la política española en los dos últimos siglos (Linz, 1973, pp. 32 ss.; Pallarés, Montero y Llera, 1997), por lo que, particularmente, en los casos catalán (Medina, 2018) y vasco (Linz et al., 1986; Llera, 2013; Leonisio, 2015; Llera, 2016a; Llera y Leonisio, 2017; Llera, Leonisio y Pérez, 2017; Llera, García y León-Ranero, 2022; Llera y León-Ranero, 2023) podemos hablar de «polarización identitaria».
Los artículos de esta sección de Debate reúnen tres aportaciones relevantes para entender el carácter multidimensional de la polarización, su estudio empírico, su estado y evolución y la aplicación en nuestro entorno.
El texto del profesor Miller hace un balance de la polarización ideológica y de políticas públicas en España, constatando su continuo incremento desde una perspectiva longitudinal, si bien con una mayor moderación en los temas económicos (impuestos, redistribución, gestión de la inmigración, etc.) que en relación a las cuestiones morales.
La aportación del profesor León, por su parte, se centra en la medición de la polarización identitaria en España, validando los distintos indicadores utilizados y disponibles en las bases de datos del CIS, el CEO, el ICPS y el Euskobarómetro para constatar su evolución en las tres comunidades con presencia nacionalista significativa, mediante la aplicación de los enfoques pluralista (o bipolar) y periférico (o unipolar), para decantarse por el primero.
Finalmente, los profesores Mora, Rojo y Soler analizan la dimensión GAL/TAN (o Green-Alternative-Libertarian vs. Traditional-Authoritarian-Nationalist) y sus implicaciones para la polarización sociocultural y las nuevas agendas políticas. De este modo, los posicionamientos de los ciudadanos en los estudios muestrales en temas como feminismo, ecologismo, inmigración o violencia de género se abordan de forma cuantitativa con el objetivo de identificar las variables que influyen y su impacto en los niveles de polarización afectiva. La constatación de su efecto potenciador de las divisiones socioculturales y de la hostilidad interpartidista y de la mayor relevancia en los componentes generacionales y de género son algunas de las evidencias empíricas aportadas para el caso español.
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Catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco. Fundador del EUSKOBARÓMETRO. Visiting Scholar en la Yale University (1987) y catedrático Príncipe de Asturias en Georgetown (2002). Entre sus publicaciones destacan: La década del cambio en Andalucía (2023), Las elecciones autonómicas (2017-2019) (2022), Las elecciones generales de 2015 y 2016 (2018), Desafección política y regeneración democrática en la España actual (2016), Las elecciones autonómicas en el País Vasco, 1980-2012 (2016), Política comparada. Entre lo local y lo global (2005), Los españoles y las víctimas del terrorismo (2005), Los españoles y la universidad (2004), Los vascos y la política (1994), Postfranquismo y fuerzas políticas en Euskadi. Sociología electoral del País Vasco (1985).